Cuando era un chaval, junto a José Luis –mi inseparable amigo de la E.G.B.–, cada sábado íbamos a la biblioteca pública. Nos hacíamos con aquel gran volumen de cubiertas verdes y letras capitales doradas –El Antiguo Egipto– y retomábamos nuestro proyecto secreto: escribir un libro sobre arqueólogos, tocados con salacot, explorando entre pirámides, esfinges y faraones. Efectivamente, mi amor por la arqueología nació gracias a la egiptología. Una atracción que, desde entonces, jamás he abandonado, ni abandonaré.
Es cierto que la pasión por el pasado se cruzó, poco tiempo después –corría el año 1982– con Charles R. Darwin. Yo contaba entonces con 13 tacos y decidí que quería dedicarme al estudio del origen y evolución de la Humanidad. Para ello era obligado desplazarse al continente africano en busca de los restos fósiles de nuestros ancestros más arcaicos y, no sin muchas aventuras y desventuras por el camino, el sueño se hizo realidad con mis primeras expediciones científicas en la Gran Falla del Rift. Trabajando en los yacimientos arqueológicos y paleontológicos del lago Natron, en Tanzania –y como ya había experimentado antes en varios asentamientos prehistóricos europeos–, comprobé que el trabajo del investigador moderno está muy lejos de los buscadores de tesoros de hasta mediados del siglo XX. Aún habiendo sustituido el salacot de sueños infantiles por el sombrero fedora, el arqueólogo y antropólogo actual está a años luz de la metodología que utilizaron esos aventureros en los que George Lucas se basó para construir el personaje de Indiana Jones, los Hiram Bingham, Roy Chapman Andrews, Belzoni y etcétera.
Hoy, el detective del pasado no cava grandes agujeros ni destruye complejos funerarios en busca de bellos y valiosos objetos destinados a colecciones privadas o suntuosos museos coloniales. No, el investigador contemporáneo sigue unos protocolos mucho más cercanos a otro de mis héroes: Sherlock Holmes. Todo pequeño fósil o evidencia tiene importancia. Por eso, parafraseando las palabras de Holmes en Estudio en Escarlata, al igual que a partir de una simple gota de agua podemos inferir –mediante la ciencia de la deducción– la existencia de un océano, el fijarnos en los fragmentos de hueso, analizar las microscópicas trazas de uso en un cuchillo de piedra o medir la disposición de todos los vestigios fósiles de un suelo de ocupación puede conducirnos a recrear una escena ocurrida hace millones o miles de años atrás. Esta fue una de las grandes aportaciones de la prehistoria y la paleontología a la Nueva Arqueología. Pero a principios de siglo XX, y volviendo al romanticismo de la arqueología en Egipto, existió un hombre que se adelantó a su tiempo. Un entusiasta al que siempre he admirado gracias a aquellas inolvidables lecturas de los sábados: Howard Carter.
Igual que el francés Champollion, precisamente en la época napoleónica, imaginó visitar Egipto y lo haría realidad –además de descifrar la Piedra de Rosetta–, desde la biblioteca Sant Jordi –en los barrios obreros de L’Hospitalet– yo deseaba ir a la tierra del Nilo para conocer el lugar que dio fama a un avispado egiptólogo inglés. Desprovisto de dinero y posición social, Carter luchó hasta conseguir la providencial financiación de Lord Carnarvon. Así, con tesón y método, en 1922 descubrió la Tumba de Tutankamón. Otro, al mejor estilo del Dr. Jones, habría penetrado impaciente en el hipogeo del Valle de los Reyes como un elefante en una cacharrería, pero él era diferente. Actuó más bien como el imperturbable detective del 221b de Baker Street. Estando la tumba casi intacta y repleta de tesoros, no se dejó cegar por el oro que le rodeaba –“veo maravillas”, le dijo a Carnarvon al ver el interior por un pequeño agujero– e inició un meticuloso trabajo de prospección, limpieza, excavación, restauración, dibujo, fotografía, documentación escrita, inventario y estudio pormenorizado de todo objeto: desde la famosa máscara funeraria del joven faraón Tutankamón hasta la última minúscula cuenta de collar abandonada por el suelo.
Por eso, cada vez que me encuentro en Luxor, de pie en el primer escalón de entrada a la KV62, siempre escruto a las sombras con bigote y sombrero blanco… es solo para darle las gracias al Profesor Carter. Lo dicho, en el fondo soy un primate romántico.
Jordi Serrallonga
Arqueólogo, naturalista y explorador
Profesor de la Open University of Catalonia
Colaborador del Museo de Ciencias Naturales de Barcelona
Autor de Desperta Ferro
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